Por: Olivia García Luna M.

Ayer que regresaba por la noche, me quedé cerca de 25 minutos atorada en un semáforo; sabía que pasándolo estaría a escasos 5 minutos de casa. Al cuarto cambio del luz me hirvió el cuerpo completito. Quería salir corriendo de ahí; dejar el coche abandonado, gritarle al de enfrente, ponerme a llorar porque estaba cansada y al decir esto, me percaté que no era el tráfico. Mas bien estaba harta de este año que ha transitado entre lo eterno y efímero.

Y así en la espera, en el camellón vi a un niño entre 8 y 9 años tratando de tirar un señalamiento. Lo agitaba, tenaz. Al mismo tiempo venía un señor totalmente equipado para andar en bici por la Ciudad, de unos 50 años. Su cara tenía el mismo cansancio que el mío. Se detuvo en el camellón para poder pasar y estaba a escasos 3 metros del pequeño que seguía en la lucha. Tanto mis ojos como los del ciclista observamos lo mismo. Cayó una naranja del señalamiento que parecía haber estado enterrada un buen tiempo. Al fin vimos como la alegría esbozó los ojos del pequeño que de una mordida arrancó la cáscara y disfrutaba de su ¿desayuno, comida, cena? no lo sé, pero su rostro lo decía todo. En ese momento mi corazón se reactivó, dejé el fastidio y quise saltar hacia el niño para darle una moneda para que complementara su naranja con un buen sándwich; pero como la vida tiene sus momentos exactos y perfectos, escuché como me mentaban la madre porque estaba en “siga” y no avanzaba.

Y ahí en ese momento sucedió: El ciclista supo que yo existía, chocamos miradas y puede ver a través de su corazón y en la misma intención me ayudó a ser posible mi deseo de ayudar. Sacó de su cartera un buen billete y se lo dio al niño. Matemáticamente, en sincronicidad los 3 sonreímos, generamos una sola experiencia, expansiva. Verdadera.

Yo perdí una luz más en el semáforo, pero gané un maravilloso escenario urbano. El ciclista retomó su viaje más grande, feliz, y sonriente. El niño corrió a la fondita del otro lado de la calle y yo entendí que mi cansancio no fue producto de un año, sino de todos los momentos que había dejado de ver la belleza de la vida en cada esquina.

Y hoy, aprendí de ese pequeño a morder la vida con toda la pasión que el momento amerita. Saborear lo dulce y lo podrido y agradecer por ello.